Lo que la tierra esconde
Daniel Caicoya es guardia civil en la cuenca minera cerca de Oviédo. El y u tío, Paulino, teniente de la comandancia, llevan diez años sin hablarse con Matías, hermano y padre de estos, porque eligieron ser guardias y no mineros. Daniel vuelve a su pueblo debido a un crimen, el asesinato de Severino Gómez, un hombre oscuro, de mala fama en el pueblo, adinerado, sospechoso de haber sido chivato del Régimen infiltrado en la mina y que, además, cargaba con un problema añadido: su hijo Ricardo. Este era responsable de seguridad cuando se produjo una explosión que mató a catorce mineros y él, a su vez, ya había sido acusado de explotador y de provocar muertes por inducir al exceso de trabajo en los mineros con sobornos. Todo ese odio parece poder explicar que El Cojo, un responsable de Pastos, haya encontrado un cadáver asesinado de forma macabra. De rodillas, maniatado con cinta y con un tiro en la nuca, en mitad de una carretera secundaria de la zona. Lo que ya no cuadra tanto es el modo ritual que acompaña a la muerte: la cercenación de las manos y la lengua sin mucho miramiento, post mortem, y que no aparecen, como tampoco el casquillo ni el arma, pero sí munición del nueve largo. El único testigo es un discapacitado mayor, del pueblo, que vive con sus dos hermanos, solteros y también mayores, al que encuentran en estado de shock y que, además, no puede comunicarse. Al parecer, como muchos recuerdan, bajo la carretera hay un pozo minero que se cegó, de treinta metros de profundidad, y que fue la fosa común de desafectos al Régimen fascista después de la sublevación y de la Guerra Civil. Daniel comienza apenas a tirar del hilo cuando unos críos encuentran una cabeza humana en una bolsa, en una poza donde solía bañarse cuando era niño y, poco después, aparece muerto, sin cabeza, un general del ejército retirado con las manos y la lengua del primer cadáver en el regazo. Su instinto le dice que busque muy lejos y para eso, quién mejor que su abuela Elena, nonagenaria, que sufrió en sus carnes la represión y que solo se libró por la piedad de uno de los guardias. Cuando sale a la luz que muchas de las propiedades inmobiliarias de Severino procedían de escrituras de sangre, de cesiones forzadas que acababan con la muerte del infeliz que accedía, está cada vez más cerca de encontrar quién está orquestando tal venganza.